Cometa (Gastronómico)
Hay cometas errantes, periódicos y, a veces, aquellos se convierten en estos atraídos por el Sol. Hay muchos famosos como el Brooks, el Biela, ni que hablar del Halley; pero otros vagabundos no lo son tanto, y apenas si se conocen o se van descubriendo con el paso de los años. Sabido es que sus visitas siempre han causado furor, destacándose en documentos de diversas épocas y lugares geográficos. En la actualidad, cuando las personas han perdido la capacidad de sorprenderse ante los fenómenos naturales, y en las noches ya ni siquiera alzan sus cabezas para quizás tener la suerte de ver al menos una estrella fugaz; cuando la Ciencia se ha encargado de desterrar creencias absurdas, y el Comercio de reemplazarlas por otras no menos irracionales; cuando, en suma, huelgan las supersticiones que atribuían a los astros errantes propiedades nefastas, ya no habrán presagios de derrotas de Napoleones, ni caídas de Bizancios en manos de turcos, ni suicidios colectivos se adelantarán al fin del mundo. …Le pareció escuchar una gota de agua que caía en el retrete. Maldijo por no haber arreglado la cisterna durante el día. Intentó volver a dormirse pero, gota a gota, el ruido fue intensificándose. Le resultaba un sonido demasiado grave y sin eco, para tratarse de una gota de agua. Masticando demonios, abrió los ojos. ¡Orugas blancas y grises, con forma de chorizo, caían desde el cielo raso, y serpenteaban enloquecidas por el piso! Instintivamente se levantó de un salto e intentó aplastarlas con el pie, pero eran tantas y tan rápidas, que prefirió llamar a su esposa y huir del dormitorio. Ella no hacía otra cosa que gritar y seguirlo prendida del brazo. En la cocina sucedía lo mismo, pero las asquerosas orugas se contaban por decenas, y el pesado sonido que producían al caer, se sumaba al de los mosquitos zumbones grandes como mariposas, y a chillones abejorros del tamaño de gorriones. Abrieron desesperados la puerta del fondo, y la ocre alborada los recibió con un panorama desolador: En los canteros de flores, había hormigueros minados de larvas con forma de ñoqui, que largaban un líquido semejante a la pulpa de tomate. Montañas de gusanitos verdes, manjares en muchas selvas, pululaban por doquier. El parral se tambaleaba por el peso de sus racimos de huevos podridos. Los árboles no eran árboles, sino termiteros. Puso una escalera de madera contra la pared, y en cuatro zancadas subió al techo. No tuvo en cuenta que frenéticas termitas estaban devorando la escalera, que se partió con los torpes movimientos de su esposa. Justo a tiempo, se tiró boca abajo sobre la chapa y aferró su mano. Balanceándose como un péndulo, no paraba de dar gritos afónicos ante el hervidero de bichos del jardín. Tras titánicos esfuerzos, logró salvarla del mar de inmundicia en que se estaba transformando la tierra. Exangües, consiguieron erguirse, y contemplaron aterrorizados a los vecinos que estaban en la misma situación. Aquí y allí, aislada y desamparada, la gente sólo atinaba a subirse a los techos de sus casas, como única forma de protegerse del tormento. Poco duró la precaria salvación, porque avispas grandes como palomas, y pajarracos parecidos a pterodáctilos, comenzaron a revolotear por el cielo rojizo, y a tirarse furibundos y voraces sobre las cabezas de las personas. Hubo temblores sísmicos, y el suelo se agrietó expeliendo gases, dejando al descubierto quintillones de orugas blancas y grises con forma de chorizo. Las chapas de zinc se agujerearon, al tiempo que sintieron cómo se les llenaba la piel de llagas. Resignados, se abrazaron como si sus brazos fueran brochetas, y se besaron con labios gruesos y amoratados como morcillas. Al caer del techo desintegrado, es imposible saber si en el cielo vieron un gigantesco objeto, un chorizo humeante, recién asado, dirigiéndose raudo hacia el buche de un hambriento dios. |
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